Las alas de las mariposas
Por Durgan Nallar
Antes de que mi esposa falleciera, sabía que se había ido. Quiero decir, su esencia, lo que realmente era en vida. Miraba su cuerpo todavía sostenido por las máquinas, lo veía respirar, pero no tenía sentido hablarle. Nos habíamos despedido con una larga conversación, recuerdo de nuestro mejor tiempo juntos. Luego, ella se había marchado. Observaba el rostro esquelético, vuelto a un lado con los párpados entrecerrados. Respiraba suavemente, pero no había nadie allí. La muerte es una transición. Un día la carne fracasa y entonces se abre, como una crisálida.
Igual que todo el mundo cuando alguien amado se va, lamenté no haber hecho más cosas juntos, tal vez viajar o tener hijos, quizás escribir un libro. Decir muchas más veces lo bien que me hacía. “Te amo” o “todo va a salir bien”, las frases tontas, cursis, de manual romántico que yo, como un idiota que se la daba de inteligente, murmuraba con sorna. Palabras que ahora ganaban un peso abrumador.
No había querido verla postrada. Aquella última noche la cobardía me llevó a la casa que compartimos por diez años, ahora vasta y silenciosa. Imaginaba que ella estaba en la cocina, o en el dormitorio, o en el jardín, solo para comprender su ausencia. Desesperado, sintiendo la vergüenza de no esperar a su lado, fui hasta el pequeño cofre y abrí el sobre que, por su pedido, no debía tocar hasta el final de los días. Un pequeño papel rosado y cuatro palabras: “No quiero volver, prometeme”.
Recuerdo haber contemplado los médanos hasta la salida del sol, con el pecho golpeado por la tristeza. El teléfono sonó temprano, obligándome a regresar al hospital. No iba seguro de querer encontrarla viva. Cuando estuve a su lado, todavía las sábanas se movían. Lo hicieron unos minutos.
—Te lo prometo —le dije al oído.
Yo también había muerto en esa hora, eso me pareció entonces. Cuando ella desplegaba las alas, fue como si me cerrara y me consumiera al mismo tiempo, porque estaba seguro de que no tardaría en seguirla.
Habían pasado ocho años desde ese momento. La memoria empezaba a hacer su trabajo y los recuerdos se iban desvaneciendo. Solo conservaba fotografías mentales, momentos congelados en el tiempo. Casi no dolía.
Volví a verla cuando recorría el mercado. Estaba tal como la recordaba. Elegía verduras con aire divertido y las guardaba en una bolsa que parecía repleta. Me acerqué, caminando entre los puestos y las voces, mirándola extasiado. No podía evitarlo. Era joven como antes de su partida, pero yo cargaba con ocho años más. Lucía una sonrisa jovial y llevaba el cabello atado en una cola de caballo. Cojeaba un poco. La saludé, a sabiendas de que no me reconocería. Los muertos demoraban en recuperar la memoria.
—Creo que te conozco —me dijo con seriedad.
—Permitime ayudarte con el bolso —ofrecí—. Yo fui tu esposo antes de que abrieras las alas.
Se hacía llamar Morena, como antes. Fuimos hasta las escaleras del bloque de departamentos donde vivía. Ahora éramos extraños, pero podíamos ser amigos, quizás recordar juntos los detalles de su vida anterior.
—Gracias por acompañarme, Juan, y… —los ojos le brillaban— por presentarte.
—Te quise mucho, ¿sabés? Sufrí años por vos cuando volaste.
Ella sonreía.
—Entonces, ¿no vas a decirme qué me pasó?
Sacudí la cabeza en un gesto negativo.
—Nadie quiere saber eso, mucho menos si podría repetirse.
Ella se encogió de hombros, sonriendo de nuevo, esta vez con amargura.
—De todos modos, creo que ya lo sé —susurró, como si alguien más pudiera escucharla.
Se levantó la falda. Las alas se movían con suavidad.
—¿Has ido al médico?
—Sí. —Sonrió por última vez y entró en el edificio oscuro.
Las mariposas volvían de la muerte, condenadas a repetir su vida en un ciclo interminable. No estaba claro cuándo había comenzado a pasar. Tampoco quién era una mariposa. Algunos moríamos como siempre: de una vez y por todas. Pero las mariposas regresaban.
Ella había vuelto, estaba de nuevo en el mundo. Nos habíamos reencontrado por casualidad. Me ponía feliz, pero, al mismo tiempo, era mortificante.
¿Cómo había sido aquella primera vez, el primer beso? Bailábamos en una lluvia de luces, en un piso de espejos, junto a otras parejas de enamorados. Bailábamos y de pronto nuestras bocas se habían unido. Creímos que ese instante duraría para siempre, creímos que nosotros, ella y yo, seríamos un infinito único, irrepetible. Queríamos que la muerte nunca nos alcanzara.
Para mi sorpresa, Morena tenía el mismo recuerdo. Mi cara se le había borrado, pero se acordaba de nuestro primer beso, de los primeros días de descubrimiento, de los nervios, de la alegría. Quizás los pequeños momentos son los que quedan en el final.
—¿Vamos a repetir la historia? —preguntó, mientras mirábamos la noche y nos envolvíamos en un nuevo abrazo.
—No sé, ¿vos querés?
—Creo que sí.
—Yo también —mentí.
Morena se preocupaba por las alas. Le dije que no tuviera miedo, que todo iba a estar bien. Pero desistí de verla. Para ser sincero, no quería enamorarme otra vez. Si su ausencia había sido una agonía para mí, desde luego también lo era su nueva vida. De manera que volví a mi trabajo de librero. Luego de que la primera Morena abriera las alas, había vendido nuestra casa de la costa para poner un pequeño negocio de libros usados. Me daba lo suficiente para sobrevivir y me mantenía ocupado. Todo eso lo había hecho en medio de una nube de dolor. Muchas veces dudaba de que fuera una buena idea; si mis días terminarían así, mirando las motas de polvo que bailaban sobre las desgastadas cubiertas de manuales y novelas de autores olvidados. La eternidad cotizaba muy alto. No podía apartar esos pensamientos.
Un par de semanas después, mientras el sol del ocaso se filtraba por el escaparate, fui hasta el rincón, al pequeño cofre de Morena oculto tras una pila de libros. Allí guardaba algunos objetos suyos que me daba pena tirar. Unos aros que le había regalado, un par de anteojos para sol, la libreta universitaria de la carrera que nunca había terminado. Tomé el papel, que aún conservaba su color, lo desdoblé con tristeza, volví a leerlo. Me temblaban las manos. Tenía una promesa que cumplir.
—Tengo amigos que han elegido el camino de la locura, otros el suicidio. ¿Por qué esto?
Miré al sujeto. Era bajo, delgado. Se estaba quedando calvo a pesar de ser poco más que un adolescente. Era un nuevo atardecer y había trabado la puerta del negocio para que habláramos a solas. Estaba nervioso y miré las motas de polvo danzando en la luz dorada. De alguna manera, eso me calmaba.
—Por una promesa —contesté. No tenía razones para explicar de más.
El sujeto, sin nombre conocido, había acudido a un llamado que yo había hecho circular por los viejos túneles del subterráneo. Cuando se es librero, muchos misterios salen a la vista. Las ciudades están llenas de pequeños y grandes gusanos que se retuercen bajo los pies.
—Está bien —dijo, frotándose la cabeza—. Quiero el doble. Será un trabajo limpio. Sin rastros.
—Sabés lo que hay que hacer para…
—No es mi primera vez —mostró los dientes—. Además, yo mismo soy una mariposa. He vuelto dos veces.
—Entiendo. Como sea que te llames, aquí va la mitad —extendí un sobre—, el resto cuando me asegure que se terminó. Ahí dentro hay una fotografía, fijate bien antes de hacerlo. Y escuchame, no quiero que sufra.
El sujeto me dio la espalda y noté que tenía las piernas muy gruesas bajo el pantalón. Descorrí el cerrojo.
—Lo haré esta misma noche —dijo, a modo de despedida.
Cuando estuve solo, volví al cofre y lo abracé como si fuera un cachorro. Sería mejor que apurara unos tragos y me fuera a la cama.
El sujeto regresó al día siguiente como un cadáver en el noticiero. La policía lo había encontrado en un callejón, desnudo y con un agujero donde tenía el rostro. No mostraron más, sin duda porque era una mariposa. Casi al mismo tiempo, me encontré frente a frente con Morena. Había entrado a la librería mientras yo miraba absorto el televisor.
Por unos segundos, ninguno pronunció ni una palabra.
—Hola, Juan —saludó ella.
—Morena… me alegro de verte.
Ella sonrió.
—Cuando me dejaste —dijo—, lo entendí. Lo que no puedo entender es que hayas intentado matarme. ¿Por qué?
Le di un puñetazo. El golpe la tomó desprevenida, resbaló hacia atrás y cayó. Horrorizado, me acerqué y le pisé la cara tan fuerte como pude.
—¡No, Juan! —aulló—. ¡Tengo crías!
Las alas comenzaron a zumbar y a morderme las piernas. Volví a patearla, sabiendo que, si Morena se levantaba, podría vencerme con facilidad. Era joven y fuerte, y yo mucho mayor.