La historia del Circo Vlad

DURGAN A. NALLAR

PRÓLOGO

1928

Después del incendio

El fuego empezó, hasta donde Oliver Mills podía recordar, en el lado exterior de la carpa principal. Una fulgurante lengua lamió la lona del circo. En minutos, el mundo estaba ardiendo. Las llamas caían semejantes a una lluvia alrededor del aterrorizado payaso. Y esa lluvia no se detuvo por siete años. En su mente permanecía como una fotografía viva, que guardaba en contra de su voluntad. Las personas se quemaban en un bucle infinito, desesperándose mientras sus ropas y cabellos se convertían en antorchas. Huían con sus hijos en brazos hasta derrumbarse. Aquel infierno había durado menos de diez minutos, pero toda una vida para Oliver.

Agitó la cabeza, un acto reflejo que hacía desvanecer el fuego. El recuerdo dejaba un vaho negro y aceitoso; luego, en días o en horas, volvía a encenderse. Oliver apretaba los dientes, sacudía la cabeza. Se tocaba la cara, húmeda de lágrimas.

—Si estuvieras viva —deseó frente a la tumba de su madre— quizás me escucharías.

Arrojó los crisantemos sobre la lápida. El viento arrastró algunos pétalos y Oliver se puso de pie. Le dolían las rodillas.

—Estoy aquí —dijo ella.

—Estás muerta —sonrió—. Los muertos no deben hablar con los vivos.

Regresó por el camino de grava, con el rosario de su madre apretado entre las manos. El sol estaba poniéndose y llegaban grandes masas de nubes amenazantes. A esa hora, el cementerio parecía un gran esqueleto derrumbado. Los cipreses que bordeaban el sendero ondulaban con fuerza. La oscuridad se extendía entre las sepulturas. Oliver se arrebujó en su impermeable. Tenía frío porque la prenda estaba en sus últimos años. La había encontrado en un contenedor de basura y era su mejor abrigo. Un aliento gélido se le metía por todos lados.

—Estás muerta —repitió.

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En la colina había alguien observándolo. Oliver tuvo el impulso de apurar el paso, pero siguió caminando como si no hubiese notado la presencia. El terror lo invadió. Supo que la sombra acechaba tras los dientes rotos de las cruces y monumentos. Oía susurros, pero quizás era el invierno colándose entre los árboles. No se atrevió a devolver la mirada, contuvo la respiración y atravesó el pavimento hacia el portón de salida. La vista afuera del cementerio era más afable. Había transeúntes y algunos vehículos que empezaban a prender los faros. Murmuró una plegaria, aferrándose al rosario con todas sus fuerzas. Debía serenarse. Siempre que visitaba a su madre, tenía la sensación de hundirse él mismo en un sepulcro. Como si el camposanto estuviera dentro de un gran agujero. Bastaba con salir para que el aire se volviera más puro. Una sensación no del todo cierta. Le costaba acostumbrarse al humo de los automóviles que circulaban por las angostas calles de la ciudad. Le recordaban a la fábrica de cigarros Wilson donde había trabajado de niño. Eran como enormes ratones sin cola yendo y viniendo por un laberinto. Estaban en todas partes, a toda hora, una maraña negra que echaba un hollín espeso y atronaba los oídos. Iban sobrecargados de refinados señores de traje, damas relucientes y niños inquietos. Ya casi no se veían carruajes con caballos de tiro. Lo llamaban progreso. Otra de las consecuencias de la guerra europea. Y ahora, apenas diez años después, había noticias poco alentadoras en los periódicos, se escuchaban rumores al pasar junto a los bares. No pocos ciudadanos discutían sobre la necesidad de evitar una crisis. El lapso de bonanza industrial se arrastraba hacia sus días finales y nadie entendía exactamente el motivo. Muchos estaban perdiendo sus empleos. Aquello complicaba a Oliver, porque no conseguía reintegrarse por entero a la vida normal. El doctor Jasper solía animarlo diciéndole que todavía era lo suficientemente joven para conseguir un trabajo de los buenos. Pero los años corrían. Oliver iba a cumplir cuarenta. Como estaban las cosas, se conformaría con unos pocos billetes a la semana. No tendría que mendigar ni volver al asilo en busca de algo para comer. Ya era suficiente con que el psiquiatra corriera con los gastos de la habitación donde vivía desde hacía seis meses, luego del alta médica. No estaba obligado, en absoluto. Pero Jasper era una buena persona. Lo había acogido después del incendio, ocupándose durante cuatro años de darle el mejor tratamiento a su alcance. Pennhurst lo había salvado.

 —De todos modos, no volveré —murmuró.

Debía reconstruir su vida, ya que estaba curado. Por supuesto, tendría secuelas para siempre, en particular un miedo visceral a caer de nuevo en la enfermedad y en la oscura depresión de los días posteriores al incendio. Solo sería eso, temor, la inseguridad propia de alguien que había padecido el maltrato desde pequeño; pero ya nada tan severo como para recibir tratamiento. Metió la mano al bolsillo donde tenía la pequeña botella de tónico. No la había necesitado. El buen doctor estaría conforme. Solo recordar algunos de los métodos del asilo le provocaba náuseas. En algún punto, era consciente de que Jasper lo tenía de conejillo de Indias. Oliver lo dejaba —tampoco es que pudiera impedirlo—. Había soportado shocks de frío y calor, y mil formas brutales de provocarle fiebre para que las alucinaciones remitieran. Empero, el médico siempre había sido amable y se mostraba preocupado. Sí, una buena persona; como diría su madre, una persona de Dios. Lo había visitado a diario durante casi cuatro años después de que le diera el alta en 1925, mientras Oliver todavía vivía en el asilo ayudando con las reparaciones. Y ahora lo sostenía pagando de su bolsillo como un padre cuidaría de un hijo. De hecho, como el padre que Oliver no tuvo. A veces, en la vida hay seres que se cruzan en el camino y son tanto más importantes que la familia o aquellos que llamamos hermanos del alma. A veces, sí, estos son los primeros en abandonarte. Lo decía su viejo amigo Harry.

Oliver sintió una punzada de remordimiento mientras se acercaba a los suburbios. Eso era, precisamente, lo que había hecho. Alejarse de las personas que confiaban en él. Ollie el Perezoso solo era un disfraz. Ya no daba risa sino lástima, y esta vez era una lástima auténtica. No volvería a encarnar al payaso triste.

La calle discurría entre hileras de casas y edificios de ladrillo. A pesar de que se acercaba la Navidad aún había balcones en flor. Algunas luces de color brillaban tras las ventanas. En el aire se sentía una algarabía que contrastaba con las preocupaciones de la clase trabajadora. Tal vez sería buena idea que Oliver colgara algunos carteles en los postes. Tendría la chance de que le pagaran por hacer reparaciones o por quitar la nieve de los tejados. Aquel año la nevada tardaba en llegar y muchos se preguntaban si lo haría a tiempo para la Nochebuena. Nada más triste que una Navidad sin regalos y sin nieve, solía decir su madre. Para gente como Oliver, que el frío se tomara su tiempo podía ser una bendición. Era imposible calefaccionar el pequeño espacio donde vivía. En ese sentido, extrañaría la vida sosegada del asilo. Los días pasaban en una rutina tranquilizadora. La comida era poca, pero se estaba caliente. Oliver se rio por lo bajo, con el rostro metido entre las solapas del impermeable. Ante sus ojos vio aparecer una tímida espiral de vapor, señal de que el clima iba en picado. Su única preocupación en el asilo Pennhurst había sido ayudar con la limpieza y reparar tuberías antiguas y muebles más desvencijados cada año. Sin embargo, Jasper había insistido en que era tiempo de rehacer su vida, que permanecer en el asilo no lo llevaría a ninguna parte. En aquel período extra había conseguido recuperarse. Ollie el Perezoso era cosa del pasado.

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La escena fue espantosa, el olor a carne quemada era insoportable y cuando Kemmler falleció salía humo de su cabeza. Oliver leyó el anuncio con un rictus de disgusto. Kemmler era el tipo con el que habían inaugurado la ejecución en la silla eléctrica y esa frase del periódico se había vuelto la mejor publicidad callejera. La lona pintada a mano con grandes letras rojas cruzaba la esquina de Webster y Langton, justo arriba de una muchedumbre que escuchaba a un hombre muy alto, ataviado con una gorra de lana y un abrigo largo. Las farolas arrojaban manchas que se movían inquietas sobre el pavimento.

—Es la segunda vez hoy —dijo un viejo al pasar por delante de Oliver—. Ese hijo de puta.

Lo siguió hasta el grupo de curiosos. No supo por qué lo hacía, pero el impulso fue más fuerte que su sentido común. Oliver tenía una estatura media, por lo que debió estirarse para mirar por encima de los hombros y sombreros. En el semicírculo formado por la gente a modo de escenario, el presentador había dispuesto una cantidad de jaulas junto a la máquina. Un pequeño mico y dos perros esperaban su turno.

—Damas y caballeros —anunció el hombre alto— ya no tienen que soñar con viajar a la prisión Auburn para asistir en vivo a uno de estos. ¡Hoy, para todos ustedes, el mayor espectáculo de electrocución del país!

—¡Queremos ver al mono! —aulló una mujer, seguida de vítores y aplausos.

—Oh, no no noo —replicó el presentador, al tiempo que se quitaba la gorra y la extendía hacia sus espectadores—. ¡Primero este simpático lanudo! ¿No es precioso? ¡Vamos!

Oliver escuchó la mezcla de risas, quejas y el tintineo de monedas. Entretenimiento a lo grande a cambio de unos centavos. Era inevitable que la memoria lo devolviera a los tiempos del circo y aún más atrás, a los espectáculos callejeros con los que solía subsistir antes de conocer a Vlad Petrescu.

¿Qué sería de la vida del viejo? Luego del incendio de su amado circo, no había vuelto a tener noticias suyas. Suponía que había regresado al hogar paterno, del que siempre hablaba cuando se iba de copas. La Casa Petrescu, así la llamaba. Estaba a dos condados de distancia, a las afueras del pequeño poblado de Mawe, lejos de todo. Una gran mansión en medio del bosque y cerca de un estupendo arroyo. Algún día, Ollie —le decía—, iremos a pescar truchas. ¡Gordas y brillantes como monedas de plata!

El tintineo se había detenido y el presentador, con cara de pena, hacía pantomimas en un intento final por recaudar algunos centavos adicionales. Cuando vio que la gente se impacientaba, mostró una enorme sonrisa vacía de dientes y fue hasta la jaula de uno de los perros. Arriba de la máquina, un oscuro aparato de hierro calcinado, había una pequeña silla con correas.

El presentador luchó con el animal hasta sujetarlo. Luego le volcó una botella de agua encima y se dispuso a usar la máquina. Colocó una mano sobre la palanca del interruptor, pero, cuando parecía que iba a bajarla, no lo hizo. En lugar de ello, volvió a pasar la gorra ante los abucheos y risas de la muchedumbre, que cada minuto era más abundante.

Oliver dio un paso atrás. Lo empujaban y tironeaban. Josef Petrescu había sido electrocutado seis años atrás, el 6 de abril de 1922, luego del juicio público en el que fuera declarado culpable del incendio. Había arruinado la vida de Alessia. Bien muerto estaba, Dios sabría perdonarlo. ¿Y qué pasaba consigo? Lo cierto era que el único lugar donde se sentía seguro se había ido al infierno. El Circo Vlad era mucho más que un espectáculo itinerante. Para Oliver y sus compañeros constituía un hogar. Un mundo aparte para personas que la sociedad no comprendía, los inútiles, los fenómenos. Los que no producían bienes de ninguna clase. El Circo Vlad era su familia y ya no existía.

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—Lo he visto otra vez —continuó Oliver—. En mi cuarto, mirando por la ventana.

El doctor Nicholas Jasper lo observó a través de sus anteojos de marco redondo. Como respuesta, sopló una voluta de su pipa y se repantigó en el sillón. Jasper era el director del asilo Pennhurst para enfermos mentales de Scranville. Tres cuartos de sus setenta y seis años los había dedicado a la psiquiatría y era uno de los mayores expertos de la región.

Aquella noche al volver del cementerio, cuando Oliver estaba llegando al edificio de apartamentos, había alzado la mirada a causa de un presentimiento. Allí estaba. El extraño, la sombra, observando desde el segundo piso, dentro de su propia habitación. Bajó la cabeza, asustado. No —se dijo—, tengo que superarlo. Volvió a mirar. Estaba allí. Lo vio cerrar la cortina y retroceder.

Trepó las escaleras en penumbras con el corazón latiéndole a toda velocidad, y tuvo que reunir el valor para entrar al apartamento. Encendió la luz. No vio a nadie. El intruso se había retirado, puesto que no tenía dónde esconderse. La habitación era apenas un cubo con una cama, un ropero pequeño y un baño aún más estrecho. Oliver contempló las paredes descascaradas con una mezcla de sensaciones. Un afiche del Circo Vlad en su época de esplendor, ya amarillento, era el único lujo en el pequeño espacio. No lograba sentirse a salvo en ningún lugar que no fuera el asilo Pennhurst. Por otra parte, podía apostar que no estaba sufriendo alucinaciones. Nada de eso. La figura que lo perseguía era real. En una ocasión había visto sus huellas, manchas de lodo que dejó luego de revisar sus pocas pertenencias. Había desparramado la ropa y dado vuelta el colchón. El disfraz de Ollie el Perezoso estaba tirado como el cadáver desinflado de su vida pasada. Gracias a Cristo, no se había llevado las herramientas que usaba para las reparaciones, otro regalo del psiquiatra. Sus papeles estaban en el piso, incluyendo el diario personal que le había regalado el doctor Jasper al darle el alta de Pennhurst y que no había empezado a escribir. Pero lo peor, lo que no podía entender, era el frío que dejaba el extraño al retirarse. Un frío irracional.

El doctor Jasper jamás hacía comentarios acerca del extraño.

—¿Dónde está Alessia? —preguntó Oliver entonces.

El psiquiatra chupó su pipa.

—La señorita Fiore se ha marchado —dijo, y sopló el humo por la nariz— hace dos semanas. Iba con alguien.

Oliver miró hacia el sillón. Un objeto que, desde luego, no estaba allí. Tampoco había nadie con él en la habitación.

—No sé qué está pasando —dijo en voz alta— pero no estoy loco.

Sentado en la cama, todavía vestido con el impermeable, comprendió que la nieve había empezado a caer. El alféizar de la ventana acumulaba una delgada capa blanca. Sería una Navidad como todas, al fin y al cabo.

 

 

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