Era veronés, como Romeo y Julieta. Aunque distaran tres siglos entre él y aquellos amantes, algo de su sino trágico traspasó a la pluma y la vida de Salgari.
Quiso ser capitán de grandes barcos, pero no. En vez de escribir las bitácoras, publicó por entregas en un periódico de Milán. Luego trabajó para editoriales de Turín y Génova, quienes supieron aprovechar al máximo el enorme éxito de sus novelas. Salgari vivió con apenas lo justo toda su vida.
Los viajes más intensos se hacen a bordo de los libros. Son viajes por el espacio y a través del tiempo. De esa forma conocí Borneo, conocí Sarawak y su rajah colonial James Brooke. Conocí Labuán. Conocí la jungla negra, territorio de thugs. Los sunderbounds y los manglares, el tigre de Bengala y el río Ganges. Recorrí Calcuta, Assam, Punjab. También conocí el mar de las Antillas, las estepas del Asia y una Constantinopla sitiada por turcos y cristianos. Lugares-palabras. Lugares-sonidos. Lugares-aromas. Tiempos ya imposibles y sin embargo reales, tanto que son atesorados en la memoria como vida vivida.
Era una nena de nueve años pero aún recuerdo textual la última frase del primer relato de Sandokán, “Yañez, pon proa hacia Java… ¡El Tigre de la Malasia ha muerto para siempre!”
La despedida era tan definitiva que me impulsó a seguir leyendo y recorriendo el mundo de sus maravillosas aventuras antiimperialistas.
Cecilia Barat